Esta semana comienza el cónclave. Sí, ese evento hermético, teatral y lleno de simbolismos medievales donde un grupo de hombres mayores, vestidos con túnicas rojas, encerrados en una capilla sin WiFi (pecado capital para cualquier influencer), decidirán quién será el próximo CEO espiritual de una empresa milenaria: la Iglesia Católica S.A.
Como ateo declarado, y por momentos militante, confieso que sigo estos eventos con un morbo similar al que otros reservan para realities como Gran Hermano. Porque al fin y al cabo, el cónclave es eso: un casting. Solo que en vez de eliminar a uno por semana, acá se elige al ganador por mayoría de votos…y por intervención divina, según dicen. Aunque hasta ahora, ningún cardenal ha declarado escuchar la voz de Dios durante la elección. Ni siquiera un WhatsApp. Queda claro que el Espíritu Santo no tiene señal en la Capilla Sixtina.
Pero lo realmente fascinante (y trágico, si lo pensamos bien), es que aún hay millones de personas esperando que un solo hombre, electo en condiciones más parecidas a las iniciaciones masónicas que a una democracia (creo que a la Iglesia está última comparación no le gusta mucho), les diga cómo vivir, cómo amar y cómo morir. Porque sí, aunque los papas ya no condenan abiertamente a Galileo, todavía miran con sospecha a los condones o cualquier otro medio anticonceptivo, a las mujeres con ambiciones y empoderadas, y ni que hablar a los homosexuales felices.
Ahora bien, ¿qué debería tener el próximo papa para sobrevivir en estos tiempos modernos? ¿Un TikTok viral? ¿Una colaboración con Bad Bunny? ¿O simplemente una cuenta en X, donde tuitee frases como «Dios te ama, pero no seas zurdo» o «La fe es como el WiFi: no se ve, pero si no te llega, la pedís»?
La verdad es que la Iglesia tiene una competencia feroz. Mientras ellos rezan por las almas, Lady Gaga te hace un concierto para dos millones de personas en Copacabana. Mientras el papa bendice con agua bendita, algún influencer de turno revela misterios más atrapantes en cinco minutos. Mientras los cardenales discuten teología, Tini convierte a más fieles con una coreografía. Y no hablemos de los algoritmos: esos sí que saben elegir a sus profetas.
La iglesia, sin embargo, sigue convencida de que la fe mueve montañas. Pero olvidan que el WiFi mueve voluntades, y el contenido viral mueve masas. Las misas están vacías, pero las historias y posteos espirituales tienen millones de vistas. Las confesiones ya no se hacen en voz baja, se postean en hilos largos que terminan en un «gracias por leer mi historia, necesitaba decirlo».
Y es que da para preguntarnos: ¿qué tan conectada con la realidad está una institución que sigue sin permitir mujeres en el poder, que condena el aborto como si fuera un picnic organizado por el propio Satanás y que protege abusadores mientras bendice armas en ceremonias oficiales?
El próximo papa, el sucesor de un hombre que decidió renunciar porque (digámoslo) ni él se bancaba más la empresa, tendrá una tarea titánica: competir con los verdaderos ídolos del siglo XXI, esos que ganan más almas con un vivo que con una misa. ¿Puede un solo hombre, designado como la imagen de la Iglesia, competir contra un adolescente con cámara HD y micrófono de última generación? Difícil.
La solución es clara: el próximo papa debe ser un influencer. No en sentido figurado, literal. Basta de cardenales con cara de haber sido criados por enciclopedias, y de haberse comido un limón de desayuno. Queremos un papa que haga challenges, que predique con memes, que convierta el Ave María en freestyle. Un papa con Twitch. Discord. Que predique el mensaje hasta en Roblox, y que sea la primer persona con OnlyFe (el OnlyFans de la fe).
Y mientras fuman bajo la chimenea del Vaticano para ver si sale humo blanco, yo espero con cualquier actividad más terrenal, y me pregunto: ¿quién será el próximo pastor de ovejas en un mundo donde las ovejas ya tienen canal de YouTube?