Vi la película Elio con mis hijos y, otra vez, me vuelvo a dar cuenta que lo del espacio suena a excusa para ponerle drama y suspenso a la vida cotidiana.
Últimamente nos han bombardeado las noticias sobre el 3I/ATLAS. Y claro: si una película habla de mensajeros cósmicos, ¿por qué no pensar que el universo nos manda visitas en forma de asteroides y conspiraciones para toda la familia?
Primero lo real (porque incluso la ironía necesita un punto de apoyo): encontraron a 3I/ATLAS en julio de 2025 y los telescopios se volvieron locos de felicidad: es el tercer objeto interestelar confirmado (después del Oumuamua y el Borisov del que me enteré buscando información para esta columna), y trae todo los complementos que caracterizan a los clásicos cometas. La NASA y los observatorios han ido publicando imágenes y animaciones que lo siguen mientras se acerca al Sol; hay gente que estudia su forma, su brillo y si emite o no gases como para poder decir “sí, es un cometa”, o “esos gases no son normales, sin dudas viene un extraterrestre tirándose pedos”.
Pero a la prensa amarillista y a los foros enardecidos les basta un destello para convertir la ciencia en mito. Un titular dice que 3I/ATLAS podría medir kilómetros, otro que es “el más grande encontrado”, y otros más fantásticos hablan de “anomalías” en su movimiento que justificaría sospechas raras. Algunos científicos serios discuten masa, velocidad y composición; otros, con más ganas de clicks que de datos, plantean que “quizás no viene solo” y que más visitantes interestelares podrían estar en camino.
Y aquí aparece mi parte favorita: la religión de hacer que lo que no entendemos se vuelva automáticamente sagrado o sospechoso, según el grado de paranoia disponible en internet. Si una roca viene de otro sistema estelar, la explicación científica (ácidos, hielos, polvo, gravedad) parece poca cosa; qué desperdicio de tiempo si no hay seres grises o verdes detrás de todo esto.
Luego están las conspiraciones, que nunca faltan cuando se pasa lista de “eventos anómalos”. Unos artículos especulan que el objeto es “tecnología alienígena” o que podría ser un “proyecto hostil” enviado por inteligencias con mala leche. Lo leí en algún lado de madrugada, y casi me convencí de que debía comprar un detector de OVNIs en Temu. Por supuesto, hay papeles polémicos y voces (a veces de científicos conocidos por alejarse del pensamiento científico) que alimentan la fantasía. Pero la comunidad científica mayoritariamente pide calma, datos y no convertir un cometa en una nueva entrega de La Guerra de los Mundos.
¿No es esto curiosamente parecido a una ceremonia religiosa?, la forma en que algunos devotos repiten textos sagrados sin pestañear es equiparable a los foros, podcasts y periodistas que repiten teorías sobre sondas, intenciones y conspiraciones sin contrastar ni cuestionar absolutamente nada. Yo, que hace dos horas vi a Elio empezar su viaje intergaláctico, ahora me encuentro a mí mismo intercambiando chistes sobre “qué haría un cometa si viniera con intenciones”. ¿Le daríamos la bienvenida con pan y manteca, le ofreceríamos Wi-Fi o, le regalamos un maple de huevos de oferta?
Me pregunto si no estamos proyectando en el espacio una necesidad que tenemos en la tierra: la de creer que todo tiene sentido. Preferimos convencernos que el misterio sea un mensaje real antes que admitir que el universo puede ser indiferente y puro azar. Es más reconfortante pensar que no todo el malentendido proviene de nuestra falta de atención, sino de una entidad externa que, por una razón u otra, decidió pasarse por aquí. Así, podemos decir sin ningún filtro que cada roca extraña que pasa cerca se convierte en argumento teológico moderno: “no estamos solos”, “nos vigilan”, “nos traerán la salvación o la guerra”.
Así que me quedo con una escena de la película: Elio aprendiendo que el contacto no siempre responde a nuestras preguntas, pero sí cambia la forma en que miramos la vida que dejamos atrás. Y en mi caso, 3I/ATLAS nos recuerda lo mismo: un visitante puede ser todo eso, belleza, enigma, materia vieja, y también solo un recordatorio de cuánto nos gusta llenarlo todo de historias. Dejo las galletitas en la mesa, apago el televisor y sonrío. Si viene una caravana interestelar, que traiga buena música; si no, al menos tenemos películas y teorías conspirativas para debatir en la cena. Y si algún día hay pruebas irrebatibles de vida ahí afuera, prometo, sin dudas, convertirlas en mi próximo emprendimiento.