Cuestión de evolución

Según el portal de RT: “Un equipo de científicos de la Universidad de California en Berkeley ha demostrado que los chimpancés en libertad consumen aproximadamente 14 gramos de etanol puro al día, aproximadamente la misma cantidad que medio litro de cerveza con 5% de alcohol.”

La ciencia lo confirma: no somos (soy) alcohólico, soy evolutivo, descendiente primate de pura cepa .

Resulta que los chimpancés, esos primos lejanos con más parecido a algunos vecinos que a Darwin, consumen diariamente el equivalente a medio litro de cerveza. Y no, no arman un asado ni se bajan a la esquina a comprar una Pilsen; simplemente comen fruta fermentada. Pero el resultado es el mismo: cara roja, risita floja y ganas de treparse a cualquier rama.

La llamada “teoría del mono borracho” sostiene que nuestros ancestros, al sentir ese olorcito a etanol, no estaban buscando perder la dignidad, sino encontrar las frutas más dulces, con más azúcar y más energía. O sea, que el instinto de agarrar la lata fría el viernes después del laburo es, en realidad, un acto de supervivencia.

Así que ahora todo tiene sentido:

  • Esa cerveza de más no es un exceso, es un homenaje a mis ancestros peludos.
  • La combinación de pizza y cerveza no es gula, y mucho menos exceso, es antropología aplicada.
  • La resaca no es irresponsabilidad, es la biología recordándome que todavía tengo genes de mono.

Si lo pensamos bien, la evidencia es irrefutable. La humanidad no conquistó el fuego ni inventó la rueda por pura genialidad: lo hizo porque alguien apareció con dos copas de más y dijo “mirá si probamos esto”. El progreso humano es, en realidad, un largo historial de accidentes con olor a levadura y malta.

De hecho, hay historiadores (no confirmados) que sostienen que las primeras civilizaciones se organizaron alrededor de la producción de alcohol. No por placer, sino por logística: si tenías que construir pirámides, inventar la escritura o mover unos Moáis, mejor hacerlo con un poco de cebada fermentada en sangre.

Y volvamos a retomar el tema de la resaca, que no debería verse como un castigo, sino como un recordatorio de nuestra conexión con la naturaleza. Es el mono interior tocándote la cabeza a martillazos para decirte: “Amigo, comiste demasiada banana podrida. Dale más suave.”

El dolor de cabeza no es culpa del exceso, sino del proceso evolutivo que aún no se adaptó a la cerveza artesanal con 11% de alcohol y sabor a yuyos. Somos una especie en transición: demasiado civilizados para andar desnudos por la selva, pero no tanto como para rechazar una latita más.

Quizás el propio Darwin omitió un detalle en su teoría: la selección natural no solo favorece a los más fuertes o más adaptados, sino también a los que saben elegir una buena IPA. El éxito de la especie humana podría resumirse en una simple frase: saber cuándo parar…o al menos, fingir.

Porque si lo miramos con perspectiva, cada avance tecnológico ha tenido su toque etílico. El telescopio de Galileo, por ejemplo, probablemente fue una excusa para ver si el vino toscano se veía más brillante de lejos. Y el internet, sin ir más lejos, fue creado para que los universitarios pudieran mandar memes y fotos de sus tragos con filtro sepia.

La conclusión de todo esto es que cuando me digan “dejá de tomar”, voy a responder con argumentos científicos: no me estoy arruinando el hígado, me estoy conectando con mi esencia primate. No es adicción, es biología. No es cerveza, es herencia. No es una noche de exceso, es un experimento evolutivo.

Así que brindemos, por la ciencia, por la evolución y por todos esos monos que un día, con una sonrisa fermentada, dijeron: “Salud.”

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