En el glorioso campo de batalla conocido como la oficina, hay una lucha que rivaliza con la legendaria defensa de los espartanos en las Termópilas. Pero aquí no hay persas, no hay flechas que oscurecen el cielo. No. Aquí el enemigo es otro: 300 grapas. Y el único defensor, un solitario espartano moderno que, armado solo con un sacagrapas, se enfrenta a la colosal tarea de liberar cada hoja cautiva.
Al igual que Leónidas y sus hombres, este valiente luchador sabe que está condenado. Por cada grapa que arranca con precisión heróica, otras dos parecen surgir de la nada, en la hoja siguiente, y listas para continuar la batalla. Pero nuestro espartano no se rinde. Su misión es clara: derrotar a las grapas, una por una, aunque la victoria final sea tan escurridiza como un papel en perfecto estado tras semejante masacre.
Es que en el vasto universo de las oficinas y escritorios del mundo, existe un espécimen curioso, casi digno de estudio clínico: el que no puede dejar un documento sin una reproducción masiva de grapas, que cual manada de conejos en celo, se multiplican por decenas.
¿Qué motiva a esta gente? ¿Es un impulso incontenible, una manía oculta, o simplemente disfrutan viendo cómo el resto del mundo se las ingenia para separar 50 páginas sin sucumbir en un ataque de nervios?
Primero, hay que decir que estas personas no son simples mortales. Son estrategas del caos, maestros del arte de la sobreseguridad. El documento tiene que quedar perfectamente engrapado, con la fuerza de un candado invisible. Ellos no confían en las leyes de la física ni en las de la lógica: no importa si las hojas no se van a mover del escritorio. No. Cada página debe quedar atada, o mejor dicho, enganchada a su hermana de papel como si se trataran de siameses inseparables.
Pero esta compulsión va más allá de la seguridad documental. Aquí estamos lidiando con un trastorno profundo. Esa primera grapa, esa humilde grapa que uno pensaría que es suficiente…no lo es. Porque si hay algo peor que un documento suelto, es un documento que podría perder alguna hoja. Así que, ¿por qué no meterle 299 grapas más? Una en cada esquina, otra más por las dudas, y unas cuantas más para las áreas que parecen flojas. Porque como dice el dicho, mejor prevenir que curar, ¿verdad?
Por supuesto, desengrapar uno de estos documentos es una experiencia cercana al infierno. La paciencia se prueba al límite mientras el pobre desgraciado encargado de liberar las páginas intenta, con las uñas, un alicate improvisado, o cualquier elemento similar que ayude a deshacer el entramado metálico que protege esas hojas como si se tratara de los planos secretos del Área 51. Al final, no importa cuán delicado sea el proceso, siempre se termina con un agujero del tamaño de un meteorito en las primeras diez páginas, mientras el culpable de semejante proeza de encuadernación observa desde su escritorio, convencido de que su obsesión estaba más que justificada.
Pero no todo está perdido en este mundo de papel cautivo. Existe un salvador silencioso, un héroe de oficina al que pocos le dan el crédito que merece: el sacagrapas. Este pequeño guerrero metálico se desliza en la escena como el máximo salvador, listo para liberar las páginas secuestradas. Con su movimiento preciso, ataca los broches metálicos uno por uno, abriendo paso hacia la libertad. Pero, como todo héroe con una debilidad fatal, su precisión no es infalible. El sacagrapas a menudo deja su huella en forma de páginas torcidas, arrugas en el papel, y a veces un pequeño (en el mejor de los casos) desgarrón que parece gritar «¡lo intenté!», como si el mismísimo Wolverine se hubiera dado una vuelta por ahí. Al final, este noble superhéroe termina vencido por su propia misión, mientras nosotros, los mortales, miramos el documento deformado y solo podemos suspirar.
¿Qué nos lleva a esta compulsión por grapar más de lo necesario? Algunos dicen que es una forma de control, otros que es una necesidad inconsciente de mantener las cosas unidas cuando todo lo demás se desmorona. Y quizás, solo quizás, es una metáfora del caos interno que nos atormenta. Porque claro, si podemos mantener juntas todas esas hojas, tal vez, solo tal vez, podamos mantener nuestras vidas en orden. O, en su defecto, mantener la calma mientras el mundo se deshace a nuestro alrededor, una grapa a la vez.