Fuego sagrado

Hace unas semanas comenzó la nueva entrega de Fuego Sagrado. ¿La cuarta? ¿La quinta? Ya perdí la cuenta. No sé si a alguien más le pasa, pero me cuesta seguirle el ritmo a este desfile de temporadas.

Lo que sí sé es que volvemos a tener un grupo de famosos intentando no quemarse los pulpejos mientras cocinan con el inquebrantable método uruguayo: la parrilla, el fuego, y un abanico de brasas y palos que se parecen más a un altar que a una parrilla en si o un medio tanque.

 

 

La verdad, previo al estreno, me tenían las bolas al plato, mejor dicho, a la parrilla. No sabían dónde más encajarnos los avances. Había avisos en cada rincón: en los informativos, los programas matutinos, vespertinos, y me animo a decir que hasta en la cartelera de algún sindicato quedó algún aviso colgado. Lo peor es que ya sabemos de qué se trata: un concurso culinario con jueces dispuestos a opinar sobre si los famosos cortaron bien la cebolla o si quemaron la berenjena.

¿La novedad? Ninguna. Solo la eterna fórmula de famosos que juegan a ser chefs, intentando dominar el fuego como si fueran descendientes directos de Prometeo. El programa, claro, apela al orgullo nacional: no hay uruguayo que no se entusiasme cuando escucha las palabras «fuego» y «parrilla». El programa parece diseñado para tocarnos el corazón, y el ego, porque de pronto, todos somos parrilleros, críticos gastronómicos y expertos en prender fuego.

 

 

El problema de todo esto es que hemos llegado a un punto en que la parrilla, ese sagrado arte que debería ser un proceso natural de prueba y error, que convierte a cada asado en una aventura única, se ha transformado en algo preempaquetado. Ya no improvisamos, ni nos quemamos los dedos intentando encontrar el punto exacto. Ahora, encendemos la parrilla con el manual de instrucciones del programa, copiando cada paso como si fuera un ritual sagrado e inmutable.

Y como resultado, el uruguayo promedio se siente un experto en todo lo que oye y ve. No importa si es medicina, política, economía o, en este caso, parrillas gourmet. Estamos convencidos de que lo sabemos mejor que nadie. Basta con ver dos o tres capítulos para que el domingo, en la clásica reunión familiar, aparezca alguno diciendo: «Eso que están comiendo lo aprendí en el programa». Y ahí nomás te enchufa aceite de oliva, berenjenas asadas, panceta crocante y hasta un emplatado digno de Instagram. Todo servido en platos individuales, cuando lo que uno realmente quiere es la tradicional tabla con carne a punto, a punto de salir caminando de tan ensangrentada (en mi caso), y pan en cantidades industriales.

Nos hemos transformado en una sociedad que replica lo que otros hacen, convencidos de que lo que vemos u oímos en la televisión y en las redes, son la única verdad posible. Perdimos la capacidad de crear, de equivocarnos, de probar hasta encontrar nuestro propio estilo. Otro nos dice cómo hacer un asado, y ahí vamos nosotros, a seguir la receta al pie de la letra, creyendo que así alcanzamos la perfección. Nos olvidamos que, en realidad, lo mejor del fuego es lo impredecible.

 

 

Pero bueno, al final del día, si aprendemos algo de este programa (aparte de cómo hacer una ensalada de rúcula con reducción de cítricos y vinos), es que los medios de comunicación son los nuevos gurús, y nosotros, los fieles, por no decir tontos, discípulos. Así que a prender la tele, no el fuego, y dejar que nos digan una vez más cómo ser expertos, aunque solo sea por una temporada más.

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