Me cuesta creer en Dios

Mientras paseaba a mi perra por la plaza el otro día, al ver la iglesia en la esquina, me puse a pensar: no tengo problemas en admitir que no creo en Dios. Y, siendo así, algunas frases me resultan incomprensibles y casi molestas. Por ejemplo, cuando uno estornuda y le dicen “Dios te bendiga”, o cuando miran a un bebé y comentan “Dios lo críe” o “Dios lo conserve”. Si es mi hijo, el que lo va a criar soy yo, gracias. Y si hablamos de conservar, la idea es que no termine en un tarro de conservas en una estantería, sino que crezca sano, algo que dependerá de mí hasta que pueda cuidarse solo.

 

 

La verdad, hay muchas razones por las que no creo en Dios. Por ejemplo, imaginamos a ese señor barbudo allá arriba, mirando todo, absolutamente todo, hasta las veces que defeca una hormiga. Pero, sorprendentemente, parece tener un gran problema financiero. Siempre necesita dinero. Debe ser que el paraíso no es barato de mantener: ángeles tocando música a tiempo completo, millones de jardineros para que el pasto esté siempre verde, cascadas de agua, cielos brillantes, temperaturas perfectas…Todo eso debe costar una fortuna, y claramente Dios no es muy bueno manejando el presupuesto. Por eso la Iglesia necesita tu dinero, para hacerle giros al cielo y ayudar al Señor con las cuentas.

Otro tema interesante es la idea de que Dios ama a todos por igual. Eso sí, tiene una lista de diez mandamientos a los que hay que rendirse. Si te saltas alguno, te espera el infierno: dolor eterno, sufrimiento sin fin, y te perderás la posibilidad de reunirte con tus seres queridos en el paraíso. Pero, cuidado, ¡todo esto lo hace porque te ama!

Debo confesar que intenté creer en Dios, darle una oportunidad. Y por un tiempo, casi lo logro. Porque si somos hechos a su imagen y semejanza, tiene sentido que compartamos algunos de sus problemas. Él tiene problemas de dinero, y yo también, con la pequeña diferencia de que no tengo a nadie recaudando fondos en mi nombre. Yo mismo tengo que ayudarme, como Dios me ayuda. Así que, en cierto modo, somos iguales. Si Dios me tiene que criar y conservar, al final soy yo quien me crío y conservo, y hago lo mismo con mis hijos. Y como Dios ve y sabe todo, yo también lo intento, o lo he intentado y por eso he pasado por Facebook, Twitter, Instagram, YouTube, Tik Tok, MSN, G+, y hasta alguna red social olvidada como Hi5. Eso sí, no he logrado parecerme a Él en una cosa: la inmortalidad. Si fuéramos inmortales, el cielo estaría vacío, lo que sería un problema para Dios. Sin almas que manejar, ¿cómo justificaría todo lo que dice hacer?

 

 

Entonces, ¿por qué no creer en algo más tangible, como el sol o el agua? Hoy, por ejemplo, quiero creer en el agua. Me da vida, me refresca, puedo regar con ella y hacer crecer flores y alimentos. Puedo verla, tocarla, me quita la sed. Y cada tanto nos recuerda su poder, como con los tsunamis. El agua, a diferencia de Dios, no hace juicios sobre si somos buenos o malos, simplemente es. Y además, el agua no tiene iglesias ni libros sagrados llenos de historias de traiciones o crucifixiones. Nos podemos saltar toda esa parte.

Finalmente, mientras seguía paseando a mi perra, vi salir a un par de monjas de la iglesia. Cruzaron a la plaza, pasaron por delante de mí, miraron a la perra y me miraron a mí. “Qué linda es, que Dios la mantenga”, dijeron. Yo respondí: “Gracias”. Porque si hay algo que he aprendido de Dios, es que en la vida hay que ser agradecido, pero cuando les pregunté donde levantaba el dinero que Dios me iba a enviar para mantenerla, las cristianas simplemente se dieron vuelta y siguieron su camino murmurando, algo que no pude escuchar, pero que supongo serían oraciones y rezos como corresponde a su devota formación.

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