«¡Vamos a tranquilizarnos un poco!» fue lo último que dije antes de rendirme a la inercia de la locura colectiva. Estamos llegando a diciembre, ese glorioso mes en el que la gente decide que no basta con una Navidad y un Año Nuevo para cerrar el año. No. Hay que meter un maratón de despedidas, reuniones, brindis, y algún asado improvisado porque “es la última del año, ¡no podés faltar!”.
Si pensabas que este mes era solo para organizarte con los regalos y la comida, y las organizaciones con la familia (que ya tiene su complejidad), dejame desilusionarte: tu calendario social está a punto de parecer un sudoku mal resuelto. Fiesta del trabajo, brindis, almuerzo con amigos, merienda con los del gimnasio, y cuanta variable se te ocurra. Es como si diciembre nos desafiara a socializar todo lo que no hicimos durante el resto del año.
Y, como si la logística fuera poca, está el impacto económico. Diciembre tiene la capacidad única de llevarte de la euforia de cobrar el aguinaldo a la depresión financiera en cuestión de días. Aceptémoslo: entre regalos, comida, y la interminable cadena de eventos, tu billetera se convierte en un lugar más vacío que el desierto del Sahara.
Yo, por mi parte, sigo sin poder entender de dónde sacan tanta energía (y ganas). ¿Será miedo al silencio? ¿Pavor a quedarse en casa? ¿Una adicción mal diagnosticada a los brindis? Mientras el resto corre a 440 por esta montaña rusa social, yo me quedo estacionado cómodamente en mi sillón.
¿Soy un Grinch social? Puede ser. Pero a esta altura prefiero ser un ermitaño feliz que un esclavo de la agenda festiva. Así que si alguien me pregunta por qué no fui al brindis, simplemente diré: “Porque me lo tomé en serio: ¡diciembre también merece su descanso!”.
Así que vayan, celebren por mí. Yo estaré acá, disfrutando de la calma antes de que enero me obligue a lidiar con las promesas de “nuevo año, nueva vida”.