Lo admito, jamás pensé que sería víctima de un acto tan ruin, tan bajo, tan… imperdonable. Pero aquí estoy, escribiendo estas líneas mientras todavía siento el vacío emocional (y estomacal) que dejó el robo de mi almuerzo. Sí, señoras y señores, mi milanesa casera ha sido cruelmente sustraída de la heladera de la oficina. Lo que algunos llaman un «descuido inocente», yo lo llamo un ataque directo a la decencia humana.
Todo comenzó como cualquier día común. La rutina, las reuniones, las excusas para no avanzar en los proyectos… y el momento más esperado: la pausa del almuerzo. Con una sonrisa anticipada, me dirigí a la cocina, ya saboreando mentalmente esa obra de arte culinaria que había preparado la noche anterior. Pero al abrir la heladera, ahí estaba: mi tupper vacío, abandonado y traicionado.
Primero, la negación. Quizás lo olvidé en casa. Tal vez mi vista me engaña. Pero no. La tapa estaba allí, mi nombre escrito con marcador permanente, como un grito desesperado por justicia. Luego, llegó la furia. ¿Quién tuvo el descaro? ¿Qué tipo de monstruo ve un nombre ajeno y decide ignorarlo como si fuera una simple decoración?
No se trata solo de la comida. Es el principio, el respeto básico por lo ajeno. Heladera-Gate, como ya lo he bautizado, no es solo un caso de hurto alimenticio: es un reflejo de la decadencia moral que estamos viviendo. Porque si alguien puede robar una milanesa, ¿qué impide que mañana robe sueños, esperanzas o, peor aún, postres?
Me dediqué a observar la heladera con detenimiento. Analicé cada tupper, cada envase, buscando pistas. Intenté identificar un posible patrón: ¿es cuestión de ingredientes? ¿Una preferencia inexplicable por las milanesas? ¿Un acto de hambre desesperada? Pero lo único que encontré fue el frío metálico de la injusticia.
Desde ese día, nada es igual. Cada vez que dejo comida en la heladera, siento la necesidad de protegerla, de asegurarme de que nadie más sufra como yo. He considerado medidas extremas: candados, trampas para ratones, alarmas de movimiento. Pero, ¿es esa la solución? ¿Vivir en un estado constante de sospecha?
Lo peor de todo es el silencio de los demás. Nadie dice nada, pero todos saben. Cada mirada en la oficina me hace pensar: ¿serás tú el ladrón? ¿Acaso te deleitaste con mi almuerzo mientras yo terminaba esa reunión que pudo haber sido un email?
Y aquí estoy, reflexionando sobre lo bajo que hemos caído. Pero no todo está perdido. Este no es solo mi grito de indignación; es un llamado a la resistencia. Porque mientras queden personas dispuestas a etiquetar sus tupperwares, a defender lo suyo con humor y creatividad, habrá esperanza.
Eso sí, hay algo que siempre debemos recordar: en este mundo lleno de grises, siempre hay excepciones. Quizás el ladrón no sea un monstruo, sino alguien con un hambre voraz, un descuido, o un mal día. Aunque, pensándolo bien… ¡Eso no excusa robar una milanesa!