Cuando suene el botón, Uruguay ya estará enlatado

Anoche soñé que alguien apretaba el botón. No uno cualquiera, no.

El Botón

Ese rojo, brillante, al que todo presidente con ego atómico sueña con tocar como si fuera el punto G del Apocalipsis.

Y lo curioso del sueño no era la explosión, sino el silencio.

Ese instante helado en el que el mundo deja de hablar y empieza a calcinarse literalmente.

 

Hoy me desperté con olor a desinfectante y radio prendida.

La voz dijo “Israel”, “Irán”, “misiles”, “respuesta inminente”, “Estados Unidos exige”, “Rusia amenaza”, “China pide moderación”.

La voz dijo muchas cosas. Ninguna nueva.
Mientras tanto, la humanidad sigue debatiendo si es más saludable comer con semillas de chía o con aceite de girasol, como si eso fuera a blindarnos del fuego nuclear.

 

Pero tranquilos, que apareció él. Juan Sovetskiy, nuestro salvador de titulares vacíos y contradicciones brillantes. Ayer nomás, en su cuenta de X (antes Twitter, ahora plataforma de delirios institucionalizados), se ofreció como mediador internacional en el conflicto Irán-Israel.
Textual:

“Desde Uruguay, tierra de paz y dulce de leche, me ofrezco como puente entre civilizaciones. Si ustedes se tiran misiles, yo les lanzo amor desde Punta Carretas. #NoWar #SíMate”

 

Acompañado de una selfie en bata, con un mapa de Medio Oriente al revés y una bombilla oxidada en la mano.

 

La comunidad internacional, por supuesto, no respondió. Probablemente porque estaban ocupados cargando ojivas o redactando comunicados que dicen “lamentamos profundamente” mientras programan drones para lamentarse con precisión quirúrgica.

Uruguay, por su parte, también se manifestó. No con comunicados ni sanciones ni posiciones firmes. No, Uruguay mandó ganado (por lo menos a mí me gusta verlo así). Porque si es real que se fueron 20.000 cabezas de ganado.

Una flotilla de carne con ojos zarpó desde el Puerto de Montevideo como quien envía condolencias en forma de proteína. Si la Tercera Guerra Mundial estalla, nuestra contribución estará asegurada: seremos parte del conflicto, pero en forma de futuras latas de carne envasada.

 

¿Y nuestras Fuerzas Armadas?

Siguen firmes. Firmes en las rotondas, en los actos patrios, en los partidos de la selección. Si la guerra llega a nuestras costas, supongo que tendremos que defendernos con recuerdos de Artigas y termos voladores, y como mucho, tendremos la experiencia de nuestros cascos azules que por suerte ya van a volver a casa. Pero, para ser justo, hay que admitirlo: si alguien se mete con nosotros, lo más probable es que se resbale con un bizcocho.

 

 

Y después pasó lo que tenía que pasar.

Estados Unidos tocó el botón. El de verdad. Bombarderos B2 cruzaron el cielo como sombras con propósito y bombardearon tres instalaciones nucleares en Irán. El silencio de la diplomacia se rompió con el zumbido de los motores.

Israel, en respuesta a la inminencia de lo que todos ven venir y nadie quiere decir, ordenó encierro total. Todo evento, toda reunión, todo trabajo, toda educación: suspendido. Solo lo esencial sigue. Lo esencial… y el miedo, que no necesita permiso para circular.

Irán, con la serenidad de quien ya no le habla al mundo sino a la historia, respondió: “Ustedes lo empezaron. Nosotros lo vamos a terminar.”

Y acá, en Uruguay, todo sigue en calma. Por ahora. La misma calma que tiene el suelo antes del temblor. Así que desde este rincón sin blindaje ni consulado estadounidense cerca, les sugiero lo siguiente:

Hagan una lista.

Compren latas.

Junten agua.

Compren papel higiénico.

Compren fideos.

Carguen el tanque del auto.

Y si tienen un rincón oscuro en el fondo, vayan probando cuántos entran sin perder la señal del celular.

 

Me pregunto qué haría yo si me dieran un botón.
Probablemente lo apriete para pedir asistencia, o para que alguien me traiga un alfajor.

Pero ellos no.

Los que están allá afuera tienen botones que hacen cosas. Botones que activan cazas, sistemas antimisiles, bombas hipersónicas, contratos millonarios, comunicados histéricos y cadáveres futuros.

 

Mientras tanto, acá adentro, en mi cuarto acolchonado con vista al olvido, anoto en un cuaderno lo que vendrá después:

1. Cruzarán amenazas hasta que una se les caiga sin querer.

2. Alguien reaccionará como se reacciona al fuego: con más fuego.

3. Nos pedirán rezar, aunque nadie recuerde por qué dejamos de hacerlo.

4. Y cuando todo se apague, los sobrevivientes tendrán que elegir entre reconstruir el mundo o comerse las latas que mandamos desde el puerto.

 

Ojalá al menos esté rica la carne. Ojalá algún iraní, israelí o ruso hambriento abra una lata y lea: “Producto uruguayo”, y piense: “Al menos, esta guerra tenía gusto.”

 

Y si Sovetskiy logra la paz mundial con un mate, una chicana y una foto de su perro, que alguien me avise. Yo dejo de tomar la medicación y salgo. Pero hasta entonces, desde este manicomio sin misiles, me despido con la certeza de que la locura está allá afuera. Solo que la visten de traje, la sientan en un estrado, y la aplauden.

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