Hay enemigos que se presentan de frente: el jefe, el cliente impaciente, el que viene sin número pero exige ser atendido “rápido porque tiene que irse”. Y después están los traidores internos, los Judas tecnológicos….sin ir muy lejos, la impresora, por ejemplo.
Sí, esa. La que duerme tranquila toda la semana pero despierta con un odio específico justo el día en que la atención al público es ininterrumpida y las fichas que hay que imprimir son tantas como las excusas de los que llegan tarde.
La jornada empieza temprano. Los citados a las 8:00 llegan a las 7:20, con bufandas enrolladas como sogas de horca y una expresión en la cara que grita: “no tomé café y tengo hambre, cuidado conmigo”. El frío los va endureciendo por fuera, pero por dentro ya vienen endurecidos de fábrica.
Y ahí estás vos, como pretoriano romano frente al emperador, de rostro neutral intentando mantener la calma. El escritorio es tu trinchera. Con suerte tenés un mate lavado o un café preparado tan rápido que parece estar sin gusto.
Ingresas a uno de los citados, imprimís todo, sin problemas, y de un momento a otro, porque sí, la impresora deja de responder.
Hace ruidos, sí. Se manifiesta. Te da señales de vida como quien respira hondo antes de tener un ataque. Una hoja entra, otra se tranca, y la terminas sacando como un acordeón. La bandeja se pone en huelga, el tóner manda señales de que le queda poco (pero lo pusiste hace dos días), y la pantalla dice «ERROR» que, según el manual no escrito, significa «problemas con los que están afuera».
Y entonces pasa lo que sabés que va a pasar: el murmullo en el corredor.
Primero, alguien consulta tímidamente: “¿Está demorada la cosa, no?”. Después, otro tira la bomba: “Yo tengo que entrar a trabajar en media hora, ¿esto va a demorar mucho más?”. Y ahí empieza la estampida emocional. No gritan. No. Son mucho peores. Miran, pero no con mirada compasiva y empática, miran fuerte. Con esa mirada de juicio colectivo que solo se ve en reuniones de vecinos y en velorios donde se sospecha herencia mal repartida.
Vos, con una serenidad artificial, sacás la lapicera menos pinchada que tenés en el lapicero. Porque llegó el momento de decidir: seguir suplicándole al monolito de plástico con hojas, o hacer lo impensable. Volver al lápiz y el papel.
Sí. Ficha por ficha. Letra por letra. Como en la Edad Media, pero con peor iluminación. El primer intento te queda torcido. En el segundo te olvidás el número de cédula. En el tercero, la lapicera se muere con dignidad. Pero ahí seguís, sosteniendo el sistema de forma manual como si fuera una noble forma de castigo moderno.
Y cuando ya escribiste cinco fichas a mano, cuando tu muñeca te pide licencia médica, cuando alguien del público dice “yo en tu lugar ya hubiese tirado la impresora por la ventana”…ahí pasa lo obvio: la impresora revive.
Imprime todo junto, sin aviso, con ruido triunfal. Fichas que no sirven, otras que ya hiciste a mano, y una que dice “PRUEBA DE IMPRESIÓN”, porque sí, porque goza humillándote.
Y vos, ahí, con las hojas en la mano, la lapicera en el bolsillo y la cara de quien acaba de sobrevivir a una guerra no reconocida por la ONU, solo pensás una cosa:
Mañana me levanto más temprano.
Mañana vengo preparado.
Mañana…la impresora va a hacer lo que se le cante.