La seguridad de saber que moriré informado

No hay nada que me brinde más paz mental que ese momento sagrado en el que, minutos antes de lanzarme al vacío o flotar sobre aguas turbias, una voz profesional y calmada, acompañada de algún video, me explica cómo sobrevivir a una catástrofe. Porque claro, uno viaja por placer, pero también por la emoción de imaginarse luchando por su vida con un silbato colgando del cuello y un chaleco inflable con luz led.

 

En los aviones, el ritual es casi religioso. Me siento, me ato a un asiento que se convertiría en flotador (si la física lo permite), y escucho atentamente cómo debo colocarme primero la mascarilla en caso de despresurización, respirando con normalidad. Sí, con normalidad. Porque a 10.000 metros de altura, viendo cómo la cabina se convierte en una escena del apocalipsis, mi primera reacción va a ser respirar normal. Obvio.

 

Luego viene la explicación del cinturón. Y, por supuesto, la salida de emergencia que “puede estar detrás suyo”, aunque uno nunca mira porque cree que eso es tentar a la desgracia. También nos recuerdan que el chaleco no debe inflarse dentro del avión, algo que siempre me genera la intriga en saber quién fue el inteligente que lo hizo para que tengan que aclararlo.

 

Pero si el avión es una metáfora de la resignación elegante, el barco es otra cosa. Es un baile lento con la muerte, baile al ritmo de olas y precios de free shop. Especialmente en el Buquebus, ese “hotel” flotante que une dos países con una mezcla de alfombra húmeda y sueño vencido.

 

Ahí la cosa empieza cuando uno aún está en tierra firme. Ya en la fila de migraciones uno siente que está por abordar un transbordador a Marte: documento, boarding, rayos x, miradas sospechosas a tu termo, mucho más a la yerba. Finalmente subís y el altoparlante anuncia lo inevitable: “Por su seguridad, escuche atentamente las normas en caso de emergencia”. Y vos pensás: “No puede ser tan grave si estoy viajando de Colonia a Buenos Aires. ¡Es un charco!”. Error.

 

Te explican cómo colocarte el chaleco salvavidas, cómo ajustar las cintas, cómo no gritar, cómo abandonar a tu familia si hace falta. Te muestran los botes de emergencia que nadie sabe si están ahí por protocolo o por adorno, y uno se consuela sabiendo que, si el barco se hunde, al menos podrás flotar un rato con estilo, mientras haces malabares para intentar que el silbato no se llene de agua y pueda cumplir su función.

 

En resumen, me tranquiliza saber que, ya sea volando por los aires o navegando, moriré con un plan. Porque nada da más calma que escuchar, con voz robótica, que el chaleco tiene una luz y un silbato. Porque no hay tiburón ni ola ni falla mecánica que resista el poder de un buen soplido y una linternita titilando.

 

Y si finalmente algo sale mal, al menos sabremos que fue con todos los procedimientos cumplidos, tal como nos explicó la voz que nunca vimos, pero que nos prometió, con una serenidad absurda, que todo estaría bien.

 

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