Llegamos a diciembre, ese mes del año en el que todo se convierte en un drama digno de una telenovela venezolana: la planificación de las fiestas. Preguntas como “¿Con quién pasamos?”, “¿Qué llevamos?”, “¿Cómo hacemos para que nadie termine peleado?” surgen con la misma intensidad que las filas en el supermercado. Porque sí, armar el calendario de reuniones familiares en Navidad y Año Nuevo es un ejercicio de diplomacia que haría sudar a cualquier secretario general de la ONU.
Es un ritual que, como siempre, arranca con las mejores intenciones: “Este año vamos a organizarnos mejor”. Pero antes de que nos demos cuenta, ya estamos en una reunión familiar ficticia donde parece que sentamos a Rambo, Hitler, Stalin, Trump y Kim Jong-un a debatir sobre la paz mundial. El ambiente es tenso, pero todos sabemos que lo que está en juego no es la paz, sino algo mucho más serio: ¿cómo pasamos las fiestas este año?
Y claro, entre las batallas logísticas también emergen los debates culinarios que dividen a la humanidad. Diciembre no solo pone a prueba nuestra paciencia, sino también nuestras preferencias: “¿Turrón blando o duro?”, “¿Oveja o chanchito a la parrilla?”, “¿Budín o pan dulce?”. Y aquí empieza mi cruzada personal: la defensa de la fruta abrillantada.
Es curioso cómo algo tan pequeño puede generar tanto rechazo. El pan dulce es una institución navideña, pero su fruta abrillantada parece el enemigo público número uno. ¿Qué es lo que nos molesta tanto de esas pequeñas joyas de colores? ¿Es su textura gelatinosa? ¿Su sabor demasiado dulce? ¿O es el recuerdo de cuando éramos niños y escarbábamos el pan dulce como si estuviéramos buscando petróleo, dejando un campo de migas y frustración?
Piénsenlo: ¿qué mensaje estamos enviando cuando descartamos la fruta? Es casi una metáfora de la sociedad actual. No queremos lo complejo, lo diferente. Nos quedamos con lo fácil, lo seguro, lo que no nos desafía. Y si eso significa mutilar un pan dulce, y parece que no tenemos problema en hacerlo.
Para algunos, el pan dulce es una tradición sagrada que no se cuestiona. Para otros, es un campo de batalla. Las góndolas de los supermercados no ayudan: la cantidad de variedades que existen hoy es tan amplia como la paleta de colores de una tienda de pintura. Pan dulce con chocolate, sin fruta, con nueces, relleno de dulce de leche, ¡hasta con chips de menta!
¿No estamos llevando esto demasiado lejos? La evolución es necesaria, claro, pero no podemos olvidar nuestras raíces. El pan dulce original lleva fruta abrillantada, y punto. Si pedís pan dulce, te comés la fruta. Es como pedir un durazno: sabés que viene con pelusa. Es parte del trato.
Por supuesto, entiendo a quienes se quejan. La masa del pan dulce, en muchos casos, es más seca que la arena del Sahara. Pero, ¿eso es motivo para desarmarlo como si fuera una bomba? ¿Para dejarlo irreconocible, con la fruta descartada como si fueran restos arqueológicos?
Quizás, en lugar de renegar, deberíamos ver el pan dulce como un desafío. Un ejercicio de tolerancia y aceptación. Porque en la vida no siempre podés elegir lo que te gusta y descartar lo demás. A veces, hay que aceptar las cosas como vienen, fruta abrillantada incluida.
Así que, este diciembre, les propongo algo: si les ofrecen pan dulce, cómanselo con fruta. Mírenlo como un acto de reconciliación, un pequeño sacrificio para honrar la tradición y evitar el desperdicio. Y si de verdad no pueden, hagan como yo: declaren públicamente que no les gusta el pan dulce. Es más fácil, y nadie tendrá que soportar su cara de asco mientras mastican una fruta roja que parece una gema falsa de joyería barata.
Por último, para cerrar con una sonrisa, les dejo algunas frases listas para los grupos de WhatsApp, inspiradas en la textura del pan dulce: “Seco como ojo de momia”, “pecera de mimbre”, “talón de indio” y mi favorita: “lagaña de camello”. Porque si vamos a quejarnos, al menos hagámoslo con estilo.
¡Felices fiestas y buen provecho!