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La Navidad, un momento mágico, ¿o una conspiración consumidora?

Por años, la Navidad fue para mí lo mismo que una piedra dentro del champión: inevitablemente molesta. Luces titilantes, decoraciones cargadas de colores, infernales villancicos repetitivos y un frenesí consumista que haría llorar a Marx.

Dicen que es un momento de paz… Claro, si por paz entendemos pelearnos por el último pan dulce decente en la góndola y saquear el resto como si no hubiera mañana. ¿»Espíritu navideño»? El único espíritu que veía era el de las bebidas con descuento, indispensables para soportar el combo completo de estas fechas.

Sin embargo, las cosas cambiaron, como lo hacen las estaciones del año o los precios del combustible. Y no fue gracias a una intervención sobrenatural, ni a eventos mágicos, tampoco a ninguna película influyente, y mucho menos a un encuentro cercano con Papá Noel. Fue gracias a los pequeños agentes del caos: mis hijos.

Ellos convirtieron esa maraña de luces y estruendo en algo que, admito, hoy espero con ganas. No porque la Navidad haya dejado de ser una conspiración del marketing, sino porque, a través de sus ojos, volví a ver la magia que creía extinta.

Ellos, y me refiero a los dos más pequeños, ven algo que yo había olvidado: que la Navidad no se trata de cuánto gastás, sino de cuánto compartís. Sus risas mientras decoran el árbol, sus cartas llenas de garabatos que ni los médicos podrían descifrar (mucho menos Papá Noel) y las productivas peleas de a quién le toca colgar el último chirimbolo o quién encendió las luces primero. Todo esto, acompañado de esa ilusión genuina de que el mundo, al menos por un rato, puede ser mejor.

Y luego está mi adolescente, la voz de la razón en medio del caos navideño. Sí, ella ya fue golpeada con la dura realidad de que, alejen a los niños y dejen de leer en voz alta, Papá Noel no existe. Pero, sorprendentemente, sigue disfrutando de armar y decorar el árbol, planear cómo se distribuirán las luces y tratar de dar alguna orden de como colgar adornos con la misma autoridad que tendría un general de un ejercito de soldados sordos. Es como si, a su manera, aún quisiera aferrarse a esa magia que ahora sabe que no es real, pero que igual elige mantener viva para los demás.

La Navidad importa. Pero no por las razones que venden los shoppings, ni por las campañas publicitarias de algún refresco conocido, y mucho menos por las fotos con Papá Noel. Importa porque nos da la oportunidad de pausar, abrazar y, quizás, reflexionar.

Así que, sea cual sea el momento en que leas esto, antes de las fiestas, después de abrir los regalos o con el arbolito ya en el depósito, deseo que encuentres tu propia chispa de felicidad navideña. Yo reencontré la mía gracias a esos tres duendes que, cada uno a su manera, me enseñaron que, en un mundo caótico, un poco de alegría compartida puede ser el mejor regalo.

 

¡Felices fiestas!

¡Feliz Navidad!

 

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