A veces me cruzo con esos tipos que, en un arranque de grandeza y autobombo romántico, se imaginan siendo pareja de la China. Los miro con una mezcla de asombro y lástima, como quien ve a alguien lanzarse al vacío sin paracaídas, convencido de que, por algún milagro, podrá volar. ¿De dónde sacan esa idea? ¿Qué los hace pensar que, en algún rincón del universo, hay una posibilidad de que un ser humano común y corriente pueda conquistar a una figura tan lejana?
La China no es nueva en este juego. Su historial amoroso ha sido un desfile mediático de relaciones con actores, músicos y deportistas, cada uno más famoso y fotogénico que el anterior. Cada ruptura ha sido un evento, cada reconciliación un espectáculo, todo mientras el mundo observa y comenta. La experiencia acumulada en años de romances públicos le ha dado una visión del amor que pocos podrían entender. Comparar eso con la vida de un mortal, con un modesto número de relaciones amorosas y dramas privados, es como comparar una epopeya griega con una simple anécdota de sobremesa.
Imagina ser pareja de alguien cuya vida entera está bajo el análisis público, donde cada gesto, cada palabra, es observado y comentado por millones. No hay espacio para ser humano, para cometer errores o, simplemente, para tener un mal día. Todo se convierte en espectáculo. ¿Realmente están preparados para eso? Lo dudo. La mayoría de nosotros, simples mortales, no tenemos ni la personalidad ni el estómago para soportar tal nivel de exposición.
Y luego está el tema de los estándares. No es solo que no tengan el físico de un galán de telenovela o la sonrisa de portada de revista, es que tampoco entienden las reglas del juego. Creen que una cena romántica o un ramo de flores puede competir con un mundo de flashes y alfombras rojas. No se dan cuenta de que el amor, en ese nivel de fama, es casi un negocio como una emoción. No hay lugar para los gestos simples o las historias corrientes. Es un show constante, y no todos estamos hechos para ser actores.
Además, hay detalles de la vida de la China que, sinceramente, no comparto. Para empezar, a mí no me gusta la palta. Esa moda verde y cremosa sinceramente no me atrae. Prefiero mil veces una buena mayonesa, y si es con ajo mejor, aunque no sea lo que esté de moda, ni lo recomendado para andar repartiendo besos. En cuanto a mantas, ni hablar. Una buena manta de Divino es todo lo que necesito. Olvídense de esas mantas de Nepal envueltas en misticismo, a mí me gusta la practicidad, el abrigo sin mayores vueltas, y la comodidad sin etiqueta exótica.
Pero lo más irónico de todo es que, al no ser pareja de la China, te ahorras también ciertos compromisos incómodos. No tienes que fingir que entiendes su carrera musical, ni simular entusiasmo por un single que no es precisamente un hit. No tienes que asistir a estrenos ni posar en eventos donde te sientes más fuera de lugar que un perejil en un jardín de rosas. La vida puede seguir siendo sencilla, sin la presión de encajar en un mundo que no te pertenece.
Por eso, cada vez que escucho a alguien decir que podría ser la pareja de ella, no puedo evitar soltar una risa. No por crueldad, sino porque la distancia entre su fantasía y la realidad es tan abismal que resulta cómica. Dejemos ese mundo para quienes pueden soportar su peso y disfrutemos de nuestra sencilla y anónima existencia. Porque, al final del día, tener la libertad de amar sin ser observado, y sin tener que fingir interés en una carrera musical ajena o adaptarse a gustos exóticos, es un privilegio que no cambiaría por ninguna fama.